PULSO SINDICAL Nº 343
DEL 16 DE SEPTIEMBRE AL 03 DE OCTUBRE
DE 2017
El 3 de Octubre de 1973,
hace 44 años, volví a recibir los pinchazos del sol en diferentes partes de mi
cuerpo y sentí que me volvía a la vida. Ese día comenzaba como todos los días de las últimas semanas para las decenas
de prisioneros que yacían en “la casa del techo rojo”, el campo de prisión y
tortura montado por el Ejército en el Cerro Chena de San Bernardo.
Con
puntualidad nazi llegó el vehículo de los torturadores. Escuchábamos el motor a
cientos de metros y sabíamos que comenzaba un día más de dolor.
Hace solo algunas horas, en la tarde del 2 de
octubre se habían llevado a nuestros hermanos campesinos de Paine. No están en
este 3 de ctubre el Colmillo ni el valiente Nuñez. Cada hora que pasa se
estrecha más el lazo sobre nosotros, pero no pudimos intuir que este día se
romperá todo, definitivamente. Después de los pasos que subieron el pasadizo
de latón, silencio. Interminables minutos en que solo nos acompañan el respirar
agitado de alguno, las toses que ya se han hecho una constante y el sonido de
la electricidad pasando sobre nuestras cabezas, en los cables de alta tensión. ¡¡Formar!!es
la orden. Nos sacan a culatazos de los lugares que ocupamos, para reunirnos en
el centro de la casa. No importa la edad ni las condiciones en las que nos
encontramos, todos debemos poner las manos en la nuca y mirar hacia delante,
más allá de esas vendas que nos impiden mirar al que ordena y a los que
vigilan. Formar, dicen, y ahí nos dejan.
De cuando en cuando se siente un
golpe seco y se escucha el quejido del que fue golpeado. Es que se han de haber
caído sus brazos, que pesan una tonelada después tanto rato cruzados detrás de
la cabeza. ¿Minutos, decenas de estos, horas?, que importa. Estamos ahí de pie,
vendados, sufriendo de calambres, sin saber si nos espera la libertad o el
cadalso.
¡¡Atención!! grita el de
las ordenes. Los que sean nombrados levantan su mano y serán sacados hacía un
costado. Gonzalez,
Castro, Monsalves, Vivanco, Morales, todos los ferroviarios que suman 11, Viera
– el flaco que habían llegado hace un par de días – Solar Miranda el que quiere
ver a su hijo pequeño, y otro , luego otro y otro más. Han de haber sido entre
30 y 40 los que arrastran sus pies mientras los sacan de la fila. Son
los que van a soltar pienso, y me pongo a llorar, imperceptiblemente para que
no vayan a golpearme. Ellos se van y a nosotros nos matan. Otro sollozo ahogado
percibo a mí derecha, un cuerpo que cae al suelo aquí cerca de donde estoy.
Ahora sí que nos matan.
Alguien coloca un manojo de llaves en mis
manos, las siento. “Manolito, llévelas a la casa mijo”. Es la voz inconfundible
del Conejo, Manuel Gonzalez Vargas, mi maestro de perifoneo callejero, compa de
marchas y de casa a casa.
Un golpe seco - seguro en la
cabeza - ¡¡a tu lugar mierda!! brama el carcelero y lentamente los pasos se
pierden hacía algún lado, junto con las llaves de la casa de Manuel.
Al final de la tarde, la
situación es algo distinta para los no
nombrados. Nos han
sacado en calidad de bulto desde la pequeña sala, para tirarnos sobre la hierba
fresca de primavera que crece afuerita de la casa del techo rojo.
El último interrogatorio
no ha tenido golpes, solo amenazas. Cuestiones baladíes, nombre completo, domicilio,
lugar de estudio. ¡¡Cuidado con meterte en algo, siempre te estaremos
vigilando, te vas solo porque no hay pruebas, etc. etc.!! Después
vino la espera, el silencio roto solo por el sonido del viento, los camiones,
uno para la treintena de prisioneros, otro para los fusileros. Desde el campo
de prisioneros de Chena a la Panamericana hacía el sur. Luego de algunos
minutos los camiones se salen del camino hasta quedar a unos 100 metros de la
calle Ochagavía y nos ordenan caminar hacia ella. La orden de quitarnos las
vendas es dada a voz en cuello, Temerosos, obedecemos. Unos y otros podemos ver
las condiciones deplorables en que estamos, algunos apenas se sostienen en pie.
Resuena de nuevo la voz, hay que cruzar la calle y apoyarse de espaldas en el
muro. Cuando estamos en eso comienza el tiroteo, balas que pasan sobre nuestra
cabezas, algunos caen de rodillas otros se desmayan. Los que disparan se ríen,
parten los camiones. Se van.
Ahí quedamos, 30, quizás
40 seres humanos, sin un alma cerca porque el toque de queda comenzó hace ya
bastante rato, sin saber qué hacer ni hacía donde ir. Solos en la noche apenas
iluminada de la calle Ochagavia.
Han pasado algunos minutos y se percibe que se acerca un helicóptero,
mientras desde el lado sur de Ochagavia se acercan hacía nosotros 2 grandes
focos que iluminan todo el espacio entre ellos y nosotros. No hay una orden de
refugiarse, solo corremos hacía todos lados, como lo hacen las hormigas cuando perciben peligro. Las
ganas de vivir nos llevan a donde guarecernos. Tres
los que hemos caído en una acequia profunda de fétidas aguas. Los camiones
pasan, se escucha el sonido de los tiros, algunos gritos a lo lejos – hacia la
Avenida Lo Espejo – y de nuevo el
silencio. Salimos de la zanja mojados y temerosos, esperamos casi sin respirar
el termino del toque de queda. Un guardia de una obra en construcción nos pasó
una manguera con agua y unos pesos para tomar el microbús hacia San Bernardo.
44 años desde entonces.
Una nueva vida que la he dedicado completa al sindicalismo y con eso honrar el
compromiso hecho con mis compas ferroviarios ese 29 de septiembre de 1973. ¿Servirá
de algo este testimonio a las 2 compañeras que respondiendo al Pulso anterior
se limitaron a escribir “más de lo mismo”?.
Y es que es cierto, más de lo mismo, y se debe hacer por siempre, año
tras año, porque si no hay castigo ejemplar, al menos la condena moral perseguirá
a los asesinos y sus cómplices por toda la vida. Dije
al iniciar este Pulso que me abrumaba un poco escribir en primera persona. Si
lo hice es porque lo viví y nadie puede decir que exagero o que miento. Allá quedó el cerro, manchado con
la sangre de ignorados héroes populares, aquí estamos los que no hemos bajado
las banderas, los que no negociamos con los asesinos de nuestros hermanos, los
que seguimos creyendo en que la lucha contra el capital nos entregará alguna
vez la victoria para construir esa nueva sociedad, la misma que no alcanzaron a
ver concretada nuestros hermanos. No hay
perdón. No hay olvido.
MANUEL AHUMADA LILLO
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